martes, 27 de junio de 2017

Recuerdo de un Erasmus. Lo que Liège me dio y lo que Liège me quitó.

Llevo tantos meses dándole vueltas a lo bueno y a lo malo del Erasmus que he podido hacer un perfecto balance de lo que Liège me dio y de lo que Liège me quitó.

Lo primero que me dio, no Liège sino la partida hacia allí, fueron despedidas, lágrimas y la duda de qué pasaría. También me regaló, casi desde el principio, una compañera de viaje, para no empezar sola  la nueva vida. Además, por suerte, Liège me trajo dos andaluces que me acompañarían en mi primera cena de un bocata de jamón, todavía español y así, con el resto del camino.

Liège me dio un rincón, sin sábanas ni almohada, con más arañas de las que se me hubieran podido venir a la cabeza y, además, me sorprendió con el peor casero que os podáis imaginar.

Liège me quitó el mar, que tanto eché de menos y me intentó compensar con un río. Allí ansié el mar. El río no fue suficiente. Para tratar de arreglarlo, me trajo compañía para caminar de vuelta a casa tras cada noche larga de más.


Liège me dio frites y cerveza (que no gofres) a cambio de pescado congelado insípido. Mala cerveza de 11º y 2 euros de la trastienda del paqui 24 horas. Por desgracia, también me dio paella con chorizo, calamares y salchicha. Suerte, que la salsa toscana lo compensaba todo, hasta las tardes en que echaba de menos mi casa. Morriña, que mi padre solucionaba a ratos, sin saberlo, con fotos de casa y perros a todas horas.


Liège me alejó de mis amigos, de los de toda la vida, y me trajo otros nuevos, que hicieron de Liège hogar. Me recordó que a quien le importas está, aunque sea a 1800 kilómetros de tren, avión y autobús. También me enseñó que los abrazos sientan mejor cuando los has echado de menos. Liège me arrebató a mi hermano, temporalmente, a quien eché de menos más que a nadie y aprecié más que nunca en la distancia. Él, que fue consuelo y confidente por teléfono, me devolvió la parte buena de estar en casa al volver.

Liège me dejó sin los atardeceres de mi ventana y me dio más amaneceres increíbles de lo que hubiera podido soñar. También me dio fiestas, luces y magia mientras me quitaba horas de día a la velocidad de la luz.



Liège me trajo lluvia, incansable, el primer día que salí a la calle. Después, no fue para tanto, una vez me acostumbré a vivir bajo 0, por supuesto. Liège también me regaló la mayor nevada de mi vida, para la búsqueda del copo perfecto, que no volvió a casa como debería haber sido aunque fue sorpresa igual.



Liège ni me quitó mi acento ni consiguió enseñarme a pronunciar decentemente la 'r' francesa. Me dejó una foto de recuerdo de cada fiesta, pasada por la estación. Primer y último destino, perfectamente simétrica (salvo por aquel banco), sitio de pausa y de comienzo de múltiples viajes. 

Liège me trajo lágrimas, incluso en el supermercado, y más alegrías que penas, a pesar de su agridulce enero. Liège me trajo libertad y ganas de volar, que se han hecho un poco más pequeñas al volver y no poder volar tanto como desearía. Liège me enseñó a valorar las cosas pequeñas y a las grandes personas.



Liège me obsequió con paseos por el río en buena compañía y con comidas internacionales con más jamón y salmorejo que otra cosa. Me conquistó un trozo nuevo de razón con nuevas ideas y conocimientos sacados, muchas veces, de una noche de cervezas y reflexión en kot ajeno. También me conquistó un poco el corazón.



Ahora, que veo las maletas de áquellos que quedaban en Liège, siento que con ellos pierdo lo poquito de mí que quedaba en aquella ciudad gris y fría que fue hogar, dulce hogar. Pese a ello, siempre la llevaré en mente con sus cientos de recuerdos, que tanto me cambiaron tras revolverme o revivirme por dentro.


Liége, ciudad que me regaló, sobre todo, alas y me quitó, principalmente, miedos, se quedó con la balanza a su favor. 
Ciudad de parada entre viaje y viaje. 
Pensé que no te echaría tanto de menos. Estaba equivocada. 
Me diste más de lo que me quitaste. Más de lo que esperaba.
Lo recordaré siempre. Te recordaré siempre.

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